“Edificaré
mi iglesia y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”. Estas palabras del
Señor Jesucristo dadas a Pedro en respuesta a su conocida confesión: «Tú
eres el Cristo, el Hijo del Dios Viviente», representan tal vez la única
ocasión en que él declaró explícitamente el significado más amplio de su venida
al mundo. En ellas encontramos el designio más alto de Dios para sus hijos,
incluso más allá de la salvación, la santidad, la vida abundante, la
prosperidad, los avivamientos y todos aquellos tópicos que suelen enfatizarse
como el centro de la experiencia cristiana. Sin duda, estas cosas son
importantes para la vida de los hijos de Dios; con todo, no son lo más
importante. Pues aquello que reclama
toda la atención de Dios desde la eternidad es la iglesia, la desposada del
Cordero.
Puede que una afirmación así suene extraña
si se consideran los conceptos que, al respecto, manejan la mayoría de los
cristianos. Por cierto, un frío edificio de ladrillo donde un grupo de personas
se reúne una vez por semana para cantar un poco, escuchar un sermón, hacer una
o dos oraciones para luego marcharse cada una a su casa a continuar con su vida
«real» de los restantes seis días, a todas luces no parece la mismísima obra de
Dios en la historia del mundo. Y en verdad, no lo es. Pero la iglesia, concebida para ser la expresión más completa y elevada de
la vida divina en la tierra, es un asunto muy distinto de los conceptos, ideas,
proyectos, organizaciones y edificios que en el transcurso de la historia han
llevado su nombre.
No obstante, no siempre fue así, pues al
menos durante los primeros 100 o quizá 200 años de la historia cristiana
existió un «algo» digno de usar ese nombre. Nuestra necesidad de llamarlo
«algo», pues su verdadero carácter y
naturaleza nos resultan casi inaccesibles en la actualidad, es la evidencia más
concreta de cuán descaminados andan nuestros conceptos actuales. ¿Inaccesibles?
Casi, al menos para las capacidades y habilidades meramente humanas. ¿Pero,
acaso no tenemos el Nuevo Testamento y con él todo lo que necesitamos saber
sobre la iglesia primitiva? ¿No podemos estudiar a fondo sus principios y
metodologías y aplicarlos en la actualidad? Este parece en principio un buen
camino, pero no lo es, pues olvida un asunto fundamental. El simple estudio de la Biblia no nos da el conocimiento de Dios y su
propósito. Se requiere algo más: una revelación del Espíritu en nuestros
corazones, profunda y transformadora, capaz de revolucionar toda nuestra
experiencia cristiana.
Sin embargo, esta revelación tiene un precio que quizá muchos no estén dispuestos a
pagar. Ya que, antes de edificar su santo templo, Dios destruye el vano
edificio que nuestros propios esfuerzos han levantado. Si nos acercamos a él
para conocer la verdad hemos de estar preparados para quedar expuestos y
desnudos bajo la luz divina. Esto puede
suponer mucho sufrimiento y pérdida para nosotros, porque es extremadamente
duro ser enfrentados con nuestra verdadera condición. En lo íntimo, cada uno
tiene un secreto aprecio por sí mismo, sus cualidades y habilidades, y depende
de ellas para su servicio y vida cristiana. No obstante, dichas habilidades y
todo lo que de ellas pueda nacer no tienen valor alguno en la obra de Dios.
Aceptar este hecho no es fácil.
El Conocer a nuestro Dios de manera
profunda y experimental y la iglesia de Jesucristo no son dos hechos extraños
entre sí, sino que constituyen, desde la perspectiva divina, una unidad
indivisible. En la eternidad Dios
estableció que su vida sería conocida, experimentada y expresada a través de un
organismo vivo, la iglesia, y nada que sea menos que esto podrá satisfacer
jamás su corazón. Acceder a ella requiere mucho de nosotros; más aún, lo
demanda todo.
Para
experimentar la vida divina hemos de perder primero la nuestra; ser desnudados
antes de ser vestidos; demolidos antes de ser edificados. ¿Es demasiado difícil? Imposible es quizá una mejor
definición. Pero esto es precisamente la
iglesia, una obra que únicamente el poder sobrenatural de Dios es capaz de
levantar, ya que todo lo que sea menos que ello, por muy bueno que nos parezca,
no es la novia de Jesucristo.
Los hombres pueden hacer lo meramente
posible, sólo Dios puede hacer lo imposible. Este es el sello de toda verdadera
obra nacida de sus santas manos. No obstante, es triste comprobar cuán poco
conocen, en la actualidad, los hijos de Dios sobre la iglesia que Cristo vino a
edificar. Ciertamente existen acerca de
ella variados conceptos. Todos, sin embargo, tienen un signo en común: ninguno
parece alcanzar la elevada norma de experiencia que el Señor reveló y
estableció en el Nuevo Testamento. Esto no quiere decir que en estas
experiencias de «iglesia» no existe
cierta realidad espiritual. Con todo, dicha realidad se encuentra, en general,
acotada por una inmensa cantidad de conceptos, estructuras y prácticas
básicamente humanas. Pero una expresión plena del propósito de Dios es un
asunto que parece superar por completo toda nuestra experiencia previa de la
iglesia, tal como se la conoce en nuestros días. Sin embargo, el Señor Jesucristo dijo «edificaré mi
iglesia» y estas palabras aún expresan el supremo llamado de Dios para todos
aquellos que quieren conocerle más profundamente y hacer sólo su voluntad.
La
iglesia es esencialmente el resultado de la vida divina actuando desde el
interior de los hijos de Dios. Dicha vida tiene una forma característica de
operar y tiene, además, su fruto más evidente en el amor.
Hasta que no regresemos a la profunda y
abrumadora experiencia de los primeros discípulos con Jesucristo, no tendremos
a la iglesia otra vez como ella debe ser.
Esperamos que el Señor en su misericordia
nos siga conduciendo, junto a muchos otros, por la senda de regreso a su
intención original y eterna.
Adaptado del libro "Regresando a la Iglesia", de Rodrigo Abarca.
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Enseñanzas